Los cuatro Pontífices que sucedieron a Pío IV fueron los verdaderos fundadores de la época del barroco, impregnada por el espíritu del Concilio de Trento. Un nuevo arte, una nueva filosofía, una nueva literatura, una nueva mentalidad en la Iglesia y en el Vaticano, hacen de ésta época de resurgimiento religioso uno de los períodos más ilustres de la Iglesia, marcado por la victoria cristiana de Lepanto. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XVI fue difícil para los Papas y para los príncipes católicos en general.
Isabel perseguía a los católicos en Inglaterra; los calvinistas provocaban verdaderas guerras civiles en Francia. Inglaterra y Holanda, ésta última ocupada por tropas españolas, atacaban el nuevo Imperio colonial español, combinando su campaña anticatólica con el deseo de apoderarse de los territorios españoles de ultramar; los turcos no dejaban de avanzar hacia Occidente. La sabiduría y la santidad de los cuatro Papas que inauguran la época del barroco (Pío V, Gregorio XIII, Sixto V y Clemente VIII) salvan a la Iglesia ante las embestidas del protestantismo y en oriente ante las de los infieles.
Miguel Ghisleri había nacido en el Piamonte, de padres muy pobres. En su niñez había sido pastor de ovejas. Entró en la Orden de los dominicos y llegó a inquisidor en Como. Bajo Paulo IV fue nombrado obispo de Sutri y cardenal de Santa Sabina. Elegido Papa, no se apartó nunca de la austeridad monacal, y según decían sus contemporáneos, ambicionaba transformar Roma en un convento. Echó los bufones de la corte vaticana, participó en las procesiones vestido de monje, reforzó la Inquisición sin caer en las exageraciones de Paulo IV; San Carlos Borromeo fue su consejero. Los problemas que tuvieron que resolver estos santos varones fueron varios y complicados.
Entre ellos, el de la controversia sobre la gracia, planteado por el protestantismo y actualizado por las tesis de Miguel Bayo, catedrático de la Universidad de Lovaina. Bayo sostenía, basado en una falsa interpretación de San Agustín, que el hombre, en el estado anterior a la caída, poseía el poder perfecto de juzgar acerca del bien y del mal, o sea, la libertad absoluta; después de la caída, entregado a la concupiscencia, el hombre había perdido casi por completo su libertad; en el período llamado "orden de la naturaleza reparada", sólo la gracia divina podía encaminar al hombre al bien y apartarlo del mal, mientras los malos, destinados al pecado y al infierno por una anterior decisión divina, y por consiguiente por la falta de la gracia, no tenían salvación. Esta tesis, en la que se fundará el jansenismo, aparece estrechamente emparentada con el fatalismo luterano. En 1560, la Universidad de París condenó parte de las tesis de Bayo. Bayo se sometió a la Iglesia, pero sus tesis siguieron influyendo en los ambientes teológicos e intelectuales.
La situación política en Francia era muy grave. El calvinismo había empezado a conquistar a los nobles, y de este modo la herejía poseía un brazo armado, lo que provocó innumerables conflictos, agravados por el hecho de que incluso entre las grandes familias aristocráticas había almirantes, generales e importantes figuras que se habían pasado al calvinismo. Los hugonotes se habían organizado en un partido que tramó la conjura de Amboise, que pretendía apoderarse de la persona del rey, el joven y débil Francisco II. La conjura fracasó, y el príncipe de Condé, jefe de los conjurados, condenado a muerte, fue indultado por la reina madre, Catalina de Médicis. El rey de Navarra había también abrazado la herejía. Francia viviría varios decenios seguidos bajo el terror de la guerra civil y religiosa, hasta que Enrique IV, que abjuró el protestantismo en 1593, otorgó el edicto de Nantes (1598). Isabel de Inglaterra apoyaba, evidentemente, a los calvinistas, cuyo centro estaba en Ginebra, patria de Calvino.
Pío V intervino en el conflicto, enviando a Francia a Miguel della Tirre, obispo de Oeneda, con el fin de hacer respetar los principios del Concilio de Trento. Tropas pontificias fueron enviadas a Francia para ayudar a las del partido católico. En 1570 la paz era concluida en Saint-Germain, otorgándose cierta libertad de culto a los protestantes.
Tampoco en Madrid la situación era brillante, ya que la ambición de Felipe II de controlarlo todo, dentro de los marcos de un estado eminentemente absolutista, y su deseo de transformar la Inquisición en un instrumento del poder temporal, crearon en seguida un estado de tirantez con el Vaticano. Cuando Bartolomé Carranza, obispo de Toledo, fue encarcelado, acusado de herejía y entregado a la Inquisición real, el Papa intervino para libertarlo. Si no se llegó a una ruptura completa esto fue debido a la hábil intervención del legado pontificio, Juan Bautista Castagna, y al mismo hecho de que España representaba en aquel momento el apoyo más firme del catolicismo, en un mundo amenazado por el protestantismo. La alianza entre Madrid y el Vaticano era impuesta por la necesidad histórica y salvó a la catolicidad.
En Inglaterra, Isabel, hija de Ana Bolena, organizó la Iglesia anglicana, persiguiendo a los católicos y confiscando sus bienes. La acción de María Estuardo, reina de Escocia y protectora de los católicos, a la que pensaron ayudar varios soberanos europeos, entre ellos Felipe II, con el fin de amenazar a Isabel y de obligarla a una política menos violenta, fue desbaratada por la reina, que arrestó a María Estuardo y le cortó la cabeza en 1587. Pío V se dio cuenta de que Isabel no iba a ceder, que se apoyaba en el anglicanismo como en una nueva fuerza política, y la excomulgó en 1570, lanzando contra ella la Bula Regnas in Excelsis, liberando a los católicos ingleses del juramento de fidelidad al trono. Fue la última vez, en la historia de la Iglesia, que un Papa excomulgó a un soberano.
Cuando el sultán Selim II se dirigió al dux veneciano pidiéndole la entrega de la isla de Chipre, el Papa pensó en crear una Liga cristiana para oponerla a los turcos y poner fin a su ofensiva. Sólo España, Venecia, los caballeros de la Orden de Malta y algunas ciudades italianas contestaron a la llamada pontificia. Francia, Portugal, Polonia, Alemania y Rusia prefirieron quedarse fuera de la Liga, inconscientes del peligro. Una inmensa flota de guerra fue organizada (contaba con doscientos navíos y con 30,000 hombres) y Juan de Austria, hijo natural de Carlos V, fue nombrado comandante supremo. Mercantonio Colonna, sobrino de Vittoria Colonna, mandaba la flota pontificia, y el almirante Sebastiano Vernier la flota veneciana.
El choque tuvo lugar en Lepanto, cerca de la costa griega, el 7 de octubre de 1571. La flota turca fue completamente destruida. Cervantes, que participó en la gigantesca batalla cayó prisionero y fue llevado a Africa. La noticia de la victoria cristiana llegó a Roma dos semanas más trade. Pío V instituyó fiesta el día del aniversario de la victoria de Lepanto, bajo el nombre de Nuestra Señora de las Victorias. Gregorio XIII la transfirió al primer domingo de octubre como Nuestra Señora del Rosario. La gran victoria cristiana, que ponía fin a la supremacía otomana en el Mediterráneo, no fue aprovechada por los cristianos. En 1573 Venecia, por medio del rey de Francia, concluía una paz separada con los turcos, favorable a los infieles. Pero el Papa no llegó a vivir este desengaño. Falleció, envuelto en el sayal de su Orden, el 1 de mayo de 1572. Fue canonizado en 1712.