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La última batalla: la mundanización del Santísimo Sacramento
   
La historia de la Iglesia es, en buena medida, la historia de una batalla constante: la que el enemigo libra contra la Santa Eucaristía.

Para comprender la magnitud de este combate sólo hay que mirar los momentos de mayor fractura. En el siglo XVI contra toda lógica y contra el testimonio unánime de las Escrituras, los protestantes reducen la noción de Presencia Real negando la transubstanciación. La Eucaristía dejó de ser para ellos el sacrificio real de Cristo renovado sacramentalmente, y se convirtió en un mero signo, vaciado de la sustancia que es el corazón de nuestra fe.

En la ola modernista, el ataque no se centró únicamente en la definición dogmática, sino también en el cuidado práctico: cuanto menos reverencia, mejor. Panes de hogaza manipulados por todos, formas improvisadas, cálices de loza o barro, gestos descuidados. Fue una desacralización progresiva, una pedagogía silenciosa orientada a acostumbrar al pueblo de Dios a la pérdida de lo sagrado.

Sin embargo, una vez agotadas aquellas tácticas más burdas, la ofensiva ha adoptado formas más sutiles. Bajo el pretexto de “acercar a Jesús a la gente” o de “despojarlo de ornamentos para centrarnos en Él”, se extiende hoy una peligrosa tendencia: la mundanización del Santísimo.

El Sagrario se convierte en un mueble de diseño minimalista y anodino, casi invisible; las custodias se reducen a soportes simples que recuerdan más a envases que a tronos; y la exposición del Santísimo se improvisa en jardines, playas o salones multiusos, acompañada de guitarras, relajación y dinámicas grupales.

Esta tendencia es más peligrosa que muchos de los abusos litúrgicos de décadas pasadas porque no es tan evidente, se presenta con una apariencia de normalidad y puede engañar incluso a familias católicas bienintencionadas, que fomentan en sus hijos una relación inadecuada con la Eucaristía. Hay cierta apariencia de respeto, pero el marco en que se coloca la Presencia Real la equipara a algo común.

Si en lugar de levantar templos con sus altares y retablos, se hubiera protegido al Santísimo en cualquier playa con un bonito atardecer o en un salón doméstico como un elemento decorativo más, la fe difícilmente habría sobrevivido. No se trata de ostentación ni de lujo, sino de ofrecer a Dios lo mejor que tenemos a disposición. Si lo mejor que una comunidad pobre puede presentar es un sagrario sencillo en una humilde capilla, será tan digno como la basílica más imponente del mundo, porque representa el máximo esfuerzo y cuidado de quienes lo ofrecen.

El problema no está en la fastuosidad, sino en la jerarquía de prioridades: evitar que lo sagrado se diluya en lo común. Al Señor, presente entre nosotros, se le debe dedicar nuestro mayor esfuerzo, todos nuestros medios y nuestro esmero, no reducirlo a lo cotidiano bajo el pretexto de “valorar lo simple”.

Lo cotidiano no es malo, pero lo que es de Dios debe estar por encima de lo cotidiano, para que reine con la dignidad que merece. Nuestros corazones cerrados y nuestras limitaciones humanas necesitan esta máxima.

No se trata aquí de un legalismo frío. Se trata de algo mucho más profundo: la verdad teológica de la Encarnación y de la Presencia Real exige signos, espacios y gestos que la revelen y custodien.

El Dios hecho hombre, que se ha querido esconder bajo las especies humildes del pan, merece que todo cuanto lo rodea esté orientado a manifestar su realeza y su santidad. Por eso la Iglesia, con siglos de sabiduría litúrgica, ha erigido templos y no meros salones, ha levantado altares y no simples mesas, ha custodiado la Eucaristía en sagrarios que son joyeros del alma y no estanterías de catálogo.

La normativa canónica y litúrgica es clara y no se presta a equívocos. El Código de Derecho Canónico, en sus cánones 941 a 944, establece que la exposición del Santísimo debe hacerse en lugar digno, siguiendo las prescripciones de los libros litúrgicos, y que cualquier procesión pública requiere autorización del Obispo diocesano.

El Ritual Romano y la Instrucción Eucharisticum Mysterium precisan que el lugar de exposición ha de favorecer la oración y el recogimiento, estar libre de distracciones, adornado con sobriedad y belleza, y protegido de todo riesgo de profanación. La Redemptionis Sacramentum advierte contra cualquier banalización o “espectacularización” del culto eucarístico, recordando que su fin es la adoración, no la animación social.

Estas normas no son un formalismo: son la traducción jurídica de un principio teológico. La forma protege el fondo. El cuidado exquisito en la exposición del Santísimo es una confesión de fe: creemos que allí está el mismo Cristo, Salvador del mundo.

Cuando se coloca al Santísimo en un jardín, en medio de música ligera o dinámicas grupales, se diluye el sentido de adoración. Cuando se rebaja la custodia a un mero soporte, se minimiza también, simbólicamente, la grandeza de Quien en ella se hace presente.

La historia demuestra que cada vez que el pueblo de Dios pierde el sentido de la sacralidad en la Eucaristía, la fe entera se tambalea. Por eso mantener la distinción entre lo sagrado y lo común no es una opción accesoria, sino una exigencia intrínseca de aquello que se profesa.

[Fuente: Miguel Escrivá para Infovaticana]

 
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