Se dice que es tan temerario que alguien diga que odia a otro, como experimentar una inflamación de la autoestima que lleve a calificarse como portador de un nivel de bondad superior al de su entorno.
Meditando sobre ello vale señalar que quien así piense de sí mismo no considera que tenga que hacer tanto esfuerzo por mejorar como el resto de los mortales.
Habrá quienes crean que personas así no abundan, pero es incorrecto. Todos conocemos gente que exhibe con orgullo y a toda hora su cartel identificador de bueno.
Los que así piensan al no hallar un lugar autorizado para dejar el auto, deciden estacionar "por un ratito" junto a un cordón pintado de amarillo, una rampa para discapacitados o en una violenta doble fila. Tan pronto como aparezca quien precise el lugar, él estará dispuesto a cedérselo. Por algo es bueno.
El bueno sube al tren o al colectivo manteniendo su mirada hacia adelante, hacia el futuro. Lo mismo que deben hacer las mujeres, personas mayores o cargadas que pudieran estar detrás. Para algo está el orden en la vida y... él estaba primero, donde lo puso el destino.
Aquel que es bueno, sabe que todos conocen de su condición y asumen sus nobles intensiones. Palabras como "Permiso", "Perdón" y "Muchas Gracias" están sobreentendidas y no vale la pena pronunciarlas.
Ser bueno ya declarado y determinado exime de la tediosa e interminable tarea de cuidarse de no insultar, no mirar a ciertos lugares, no excederse en reacciones y menús. La suma bondad, como la pelota, no se mancha.
El bueno hace todo lo posible para no contaminar ese lugar de honor al que ha llegado. Por eso evita todo contacto con personas que lo amenacen con su cercanía, sus comentarios o realidades.
En definitiva, llegar a ese sitial de altísimo honor que implica poder decir de sí mismo, abiertamente y en toda ocasión, que se es bueno es motivo de celebración. Justo es que todos los que aún no llegaron a su nivel de bondad le rindan honores y bailen a su alrededor.
-> Alberto Mora
