San Isidro, Buenos Aires | |

 

 

 

 

 

 

     
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¿Y si les sale mal?
   
Finalmente, como era previsible, el gobierno nacional –con el apoyo del resto de la clase política- logró imponer la ocurrencia de que los adolescentes de 16 a 18 años voten. La norma dice que están obligados, aunque no están penalizados si no lo hacen (planteado de ese modo alguna segunda intención habrá).

Las encuestas que comentan que hicieron las empresas que a eso se dedican dicen haber recogido opiniones contrarias a la iniciativa, incluso en gente adulta que apoya al gobierno de la viuda de Néstor Kirchner.

Con su habitual locuacidad, Aníbal Fernández justificó desde un principio la idea porque era “otorgarle la posibilidad a los pibes de que se expresen”. No hay duda que, en el fondo y en el frente, está la clara intención de tener gente nueva que, por inexperta, sea más fácil de convencer.

La presencia de agrupaciones de activistas políticos en las escuelas y la subestimación de la población que los impulsa a no dejar ningún recurso de lado –legal o no-, es lo que los convence de la validez de semejante habilitación electoral.

En principio, lo sabemos quienes nacimos hace 4 o 5 décadas, los adolescentes podrán tener mucha información de muchas cosas, podrán parecer por la vehemencia y las formas –en ocasiones- más grandes de lo que son. Pero, como dice la contundencia de la realidad… son adolescentes.

Valga desechar una vez más por esta vía que no "adolecen, como la palabra lo indica", porque adolescente no tiene nada que ver etimológicamente con adolecer. Esto lo escuchamos en boca de más de un psicólogo, opinador, comentarista, político o padre preocupado. Son sólo palabras parecidas, pero los hilvanadores de argumentos se empecinan en hacerlas familiares.

Hecha la aclaración, valga decir que los niños, los adolescentes, los jóvenes e incluso los adultos, todos, ocupamos un lugar y es bueno que ahí estemos, plenos y habilitados.

Los niños merecen estar en familia, a cobijo, protegidos, guiados, alimentados, mimados y, cuando hace falta, retados y haciendo puchero.

Los adolescentes, con sus energías al tope, con sus altibajos de ánimo, con sus naturales pretensiones de hacer todo… y no hacer nada, con sus ganas de ser grandes y seguir siendo hijitos de mamá simultáneamente, con sus deseos de ser escuchados pero no siempre muy dispuestos a escuchar, con todo lo bueno e intenso que tiene esa etapa de crecimiento. Son enérgicos, aunque desde hace tiempo la abulia los va ganando a muchos y ni se informan ni les interesa otra cosa que su ombligo (algo realmente grave si se considera que a esta edad es "lógico" querer cambiar el mundo).

Los jóvenes, por su lado, van dejando sus vacilaciones con altura cuando crecen y afirman sus decisiones. Les faltan aún cosas por entender, pero están más cerca de tener con qué hacerlo. Se esfuerzan en ocupar su lugar, no dejan el gusto por la diversión y los amigos, pero saben que el trabajo y el estudio es lo que les toca tomar en serio para disfrutar de sus frutos.

Los adultos ya vimos, ya probamos, ya nos equivocamos. Desconfiamos bastante porque creímos y nos defraudaron (poco o mucho) y eso provoca que las defensas crezcan para no ser lastimados. Ocupamos otro lugar porque la mirada es más amplia. Vemos a nuestros hijos, a la realidad, a los proyectos, a los gobernantes desde la experiencia vivida y somos más cautos. Nos arriesgamos, probamos, pero desde otra óptica. Como es lógico podemos anticiparnos a los hechos y nos equivocamos bastante menos por ello.

Esta simple y rápida observación del lugar de cada uno en estas etapas es sólo un acercamiento a pensar que a pesar del entusiasmo que les pueda provocar a los políticos (oficialistas y opositores) tentar a los adolescentes de entre 16 y 18 años para que vayan a votar, les puede salir mal.

"¿Es que acaso que no me voten es que salgan las cosas mal? Nooo", dirá un político al estilo Fernández o Scioli. "Lo importante será que participen de la vida democrática y vayan madurando en el ejercicio del voto", casi podríamos escucharlo...

Mentira. La clase política, sobre todo, la más viciada, la más antigua en los tejes y manejes de la militancia, la más desesperada en permanecer o llegar de una vez a la cuota de poder que tanto ansía, quiere que los tiernos e inmaduros jóvenes participen… y los voten.

Si lo que dicen los encuestadores es cierto y se le suma que muchos adolescentes han tenido oportunidad de escuchar y palpar en casa y por la tele las fallas, la corrupción, los negocios de la gestión K, si van al cuarto oscuro tal vez son un porcentaje más en contra que tendrá este gobierno.

¿Es que no deben participar los adolescentes? ¿No deben ser escuchados? La respuesta es un contundente SI. Pero la participación no es de las elecciones a legisladores, concejales, intendentes, gobernadores o presidentes. Deben participar, deben comprometerse, deben sumar, deben actuar en su etapa de vida, en la comunidad a la que pertenecen, en el club, en el colegio, entendiendo que hay temas en los que deben ser escuchados y temas en los que deben escuchar. Es sólo eso, ocupar su lugar como todos los otros deben ocuparlo.

Del mismo modo que muchos políticos demuestran en distintos estratos de gestión que la democracia es un argumento y no una auténtica convicción, y buscan que nadie los cuestione, que nadie los condicione, que nadie le pregunte cosas incómodas, que nadie presente un proyecto mejor, que nadie quiera saber a quien favorecen con sus decretos, leyes u ordenanzas.

En el fondo y en mayor o menor medida, muchos hombres y mujeres de la política partidaria buscan ser reyes en el peor de los aspectos: en poder hacer y deshacer sin debate ni oposición.

Un gobierno con rey con corona no es necesariamente malo, es sólo una forma de gobierno. Lo malo es vivir en un país donde cada acción busca exclusivamente la permanencia en el cargo o la proyección política, sin miramientos, sin autenticidad, haciendo alianzas o guiños a la cámara con vistas a la próxima elección, mientras no se atienden los auténticos problemas de la gente.

La gente común tiene, claramente, una forma muy distinta de vivir. No está pensando en qué foto aparecerá, a quien festejará un chiste o aplaudirá para ser bien considerado, no anda evaluando a qué amigo, familiar o lobby va a favorecer con el dinero que no le pertenece, no considera válido hacer acopio de recursos, influencias y bienes rápidamente antes de que se termine este trabajo de hoy, etc.

La distancia entre la clase política (y los que a ella quieren ingresar rápidamente) y la población normal es cada vez más pronunciada. Aunque el sentido común y la calle digan algo los funcionarios y legisladores suelen no comprender. En su soberbia, ellos suelen ver todo lo que no es como ellos quieren como una acción política intencionada, casi nunca como una expresión auténtica de la realidad.

¿Irán los adolescentes a votar? Los más estimulados por las presiones ideológicas, los asociables a la izquierda siempre activa entre el estudiantado (la izquierda en general siempre tiene algo de adolescente), seguramente si. Los otros no creo que sean muchos. Dudo que un permiso de esta clase les cambie los intereses.

Los adolescentes –junto al todo el resto de la población- necesitan mucho más que permiso para ir a votar. Necesitan un país donde la justicia, las instituciones, los recursos, la producción y la educación estén a su servicio y no de cuestiones ideológicas o personales.

 
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