San Isidro, Buenos Aires | |

 

 

 

 

 

 

     
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  .: RELIGIOSAS

 
Procesión y Santa Misa en la Solemnidad de Corpus Chisti
   
Se realizó en San Isidro el sábado -5 de Junio- desde las 14:30 la celebración de la Soleminidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Corpus Christi) con la participación multitudinaria de fieles llegados de distintas parroquias y centros misionales de la diócesis.

El encuentro de las comunidades para iniciar la procesión fue a las puertas de la iglesia catedral, desde donde la populosa columna -entre los que se encontraban el obispo diocesano, Alcides Jorge Pedro Casaretto, y el obispo coadjutor, Oscar Vicente Ojea- se dirigió al colegio "Carmen Arriola de Marín" en Beccar.

Fue así que, como en ocasiones anteriores -aunque con algo más de orden y devoción-, los fieles siguiendo la imagen de la Virgen de Luján y portando banderas y estandartes, rezaron guiados por altavoces, cantaron y caminaron por la Av. del Libertador, haciendo un alto frente al Hogar Marín, donde esperaban los abuelos acompañados por las Hermanitas de los Pobres y su capellán, el presbítero Alejandro Bunge, hasta llegar al gimnasio del colegio donde todo estaba preparado para recibirlos.

Allí el salón estaba adornado con cintas celestes y blancas y las gradas y algunas sillas estaban ocupadas por quienes se habían acercado a la misa sin participar de la procesión. Pasados unos minutos para que la multitud se acomodadara en sus lugares, mientras no cesaban las canciones y las vivas a la Santísima Virgen, se inició la celebración eucarística, presidida por los obispos.

La fiesta de Corpus Christi comenzó a celebrarse en Lieja en 1246, siendo extendida a toda la Iglesia occidental por el Papa Urbano IV en 1264, teniendo como finalidad proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

Presencia permanente y substancial más allá de la celebración de la Misa y que es digna de ser adorada en la exposición solemne y en las procesiones con el Santísimo Sacramento que entonces comenzaron a celebrarse y que han llegado a ser verdaderos monumentos de la piedad católica.

Se trata de una ocasión para creer y adorar, pero también para conocer mejor la riqueza de este misterio a partir de las oraciones y de los textos bíblicos asignados en los tres ciclos de las lecturas.

El Espíritu Santo después del dogma de la Trinidad recuerda el de la Encarnación, haciéndonos festejar con la Iglesia al Sacramento por excelencia, que, sintetizando la vida toda del Salvador, tributa a Dios gloria infinita, y aplica a las almas, en todos los tiempos, los frutos  extraordinarios de la Redención.

Si Jesucristo en la cruz nos salvó, al instituir la Eucaristía en la víspera de su muerte, quiso en ella dejarnos un vivo recuerdo de la Pasión. El altar viene siendo la prolongación del Calvario, y la misa anuncia la muerte del Señor. Porque, en efecto, allí está Jesús como una víctima, pues las palabras de la doble consagración dicen que primero se convierte el pan en Cuerpo de Cristo, y luego el vino en Su Sangre, de manera que, ofrece a su Padre, en unión con sus sacerdotes, la sangre vertida y el cuerpo clavado en la Cruz.

La Hostia santa se convierte en «trigo que nutre nuestras almas». Como Cristo al ser hecho Hijo de recibió la vida eterna del Padre, los cristianos participan de Su eterna vida uniéndose a Jesús en el Sacramento, que es el símbolo más sublime, real y concreto de la unidad con la Víctima del Calvario.

Esta posesión anticipada de la vida divina acá en la tierra por medio de la Eucaristía, es prenda y comienzo de aquella otra de que plenamente disfrutaremos en el Cielo, porque "el Pan mismo de los ángeles, que ahora comemos bajo los sagrados velos, lo conmemoraremos después en el Cielo ya sin velos" (Concilio de Trento).

En la Santa Misa el centro de todo culto de la Iglesia es la Eucaristía, y en la Comunión está el medio establecido por Jesús mismo, para que con mayor plenitud participemos de ese divino Sacrificio; y así, nuestra devoción al Cuerpo y Sangre del Salvador nos alcanzará los frutos perennes de su Redención.


Secuencia

Alaba, alma mía, a tu Salvador; alaba a tu guía y Pastor con himnos y cánticos.
Pregona su gloria cuanto puedas, porque Él está sobre toda alabanza, y jamás podrás alabarle lo bastante.
El tema especial de nuestros loores es hoy el Pan vivo y que da Vida.
El cual no dudamos fue dado en la mesa de la Sagrada Cena a los doce Apóstoles.
Sea, pues, llena, sea sonora, sea alegre, sea pura la alabanza de nuestra alma.
Porque celebramos solemnemente el día en que este divino Banquete fue instituído.
En esta mesa del nuevo Rey, la Pascua nueva de la Nueva Ley pone fin a la Pascua antigua.
Instruídos, con sus santos mandatos, consagramos el pan y el vino, que se convierten en Hostia de salvación.
Es dogma para los cristianos, que el pan se convierte en carne, y el vino en sangre.
Lo que no comprendes y no ves, una fe viva lo atestigua, fuera de todo el orden de la naturaleza.
Bajo diversas especies, que son accidente y no sustancia, están ocultos los dones más preciados.
Su Carne es alimento y Su Sangre bebida; mas todo entero está bajo cada especie.
Se recibe íntegro, sin que se le quebrante ni divida; recíbese todo entero.
Recíbelo uno, recíbenlo mil; y aquél le toma tanto como éstos, pues no se consume al ser tomado.
Recíbenlo los buenos y los malos; pero con desigual resultado, pues sirve a unos de vida y a otros de condenación y muerte.
Es muerte para los malos, y vida para los buenos;  mira cómo un mismo alimento produce efectos tan diversos.
Cuando se divide el Sacramento, no vaciles, sino recuerda que Jesucristo tan entero está en cada parte como antes en el todo.
Ninguna partición hay en la sustancia, tan sólo hay partición de los accidentes, sin que se disminuya ni el estado, ni la estatura del que está representado.
He aquí el Pan de los Ángeles, hecho alimento de viandantes; es verdaderamente el Pan de los hijos, que no debe ser echado a los perros.
Estuvo ya representado por las figuras de la antigua Ley, en la inmolación de Isaac, en el sacrificio del Cordero Pascual, y en el Maná dado a nuestros padres.
Buen Pastor, Pan verdadero, ¡oh Jesús! apiádate de nosotros. Apaciéntanos y protégenos; haz que veamos los bienes en la tierra de los vivientes.
Tú, que todo los sabes y puedes, que nos apacientas aquí cuando somos aún mortales, haznos allí tus comensales, coherederos y compañeros de los santos ciudadanos del Cielo. Amén. Aleluya.

 
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