Existe una generalizada idea de que es preciso proteger a los niños y a los jóvenes de infinidad de perversiones, mientras que por los adultos no hay que preocupase. Gran error.
Es tal la promoción de barbaridades de todo tipo que se llega a bajar la guardia y a familiarizarse con la decadencia que afecta a todos al punto de que los adultos se transforman en funcionales al error, a la barbarie, al despropósito.
Hace más de 40 años que está vigente un supuesto mandato a evitar que los menores estén frente a mensajes que podrían ser nocivos en la televisión.
Desde las 6:00 y hasta las 22:00, se supone, la televisión en la Argentina debe abstenerse de difundir mensajes, escenas, contenidos en general que no atiendan el bienestar de los niños. La obligatoriedad de este horario surge de normas nacionales e internacionales como la Convención sobre los Derechos del Niño, que Argentina ratificó en 1990.
Si esos mensajes son vistos a diario por personas mayores de 18 años y, poco a poco, se les van haciendo válidos o respetables, parece que no fuera tan grave.
La misma Ley Nº 26.061 que establece que la vida de los niños debe ser protegida y que ha sido transgredida brutalmente por jueces, legisladores y funcionarios mediante protocolos y la norma que permite matarlos, es la que debe ser invocada para que evitar que la psiquis y las emociones de un niño se vean afectadas por los medios o por las ahora omnipresentes redes sociales.
Sin lugar a dudas los niños no están siendo protegidos: se los mata antes de nacer en un promedio que muchos ignoran (11 por hora), se los pervierte mediante la televisión, "los jueguitos", en la escuela y en no pocas propuestas "culturales" de organizaciones intermedias y gubernamentales.
Pero también a "los grandes" se les ofrece diariamente un menú que puede incluir variadas formas de depravados, prostitutas, adictos, vanidosos, vulgares y groseros de toda clase. Consumir esto en programas de variedades, informativos, de entretenimiento y hasta en novelitas, termina por derribar cualquier anticuerpo que se tenga hacia el buen gusto, la decencia y el sano criterio.
Los daños a los que se ven expuestos los niños entonces son, si sobreviven al aborto, tremendos. Y lo peor de todo es que los padres y otros adultos que los rodean en muchos casos son el camino para el daño.
¿Un niño podría haber bailado pro su propia iniciativa unos pasos de reggaeton? ¿Podría haber inventado insultos para proferírselos a cualquiera? ¿Se le ocurriría a él teñirse el pelo, hacerse extraños cortes con arabescos en la cabeza? ¿De dónde sacó un joven la idea carcelaria de llenarse de tatuajes? ¿Cómo es que surge esa intensa admiración por cualquier expresión musical extranjera?
No es a los niños a los que hay que proteger de la pendiente resbaladiza de una sociedad que dinamitó el buen gusto en general, la decencia en el vestir, la sana corrección en el hablar, la prudencia en la alimentación. Los adultos son parte de las "víctimas" de lo que planean con mucha habilidad y muchos más recursos, los que van por la familia, por tus hijos y tus nietos. Saben cómo hacerlo, tienen paciencia, descubren siempre qué ventana dejaste sin traba y por ahí entran.
Todo lo que le pasa a la gente, nos pasa a nosotros, tarde o temprano. Encerrarse, mirar para otro lado, no es el camino. Si de verdad se quiere hacer el intento de frenar el deterioro general, el camino es meterse en el barro. Estar ahí y ver de cerca de qué se trata, no escapar.
“¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” le dijo Caín a Dios en el jardín del Edén. Y sí, estamos mandados a ocuparnos del otro, a mirarlo cara a cara, a ir a buscarlo porque tal vez nunca venga por sus propios medios a nosotros.
Poner a los niños frente la televisión, llevarlos a ver ciertas películas en el cine o permitir que usen celulares y otras pantallas, es colaborar con una obra de destrucción de lo más noble e inocente. Debemos protegerlos a ellos llenándoles el vaso de cosas buenas y alejándolos de las malas.
Empecemos nosotros rechazando los gritos, los insultos, las agresiones, las vanidades, las vulgaridades, el coqueteo con la antinatura que se nos ofrecen desde la TV, la radio, el streaming y las redes en general, recuperando la simpleza de momentos compartidos sin artefactos con enchufes o baterías.
Simultáneamente, potenciar las salidas a parques y plazas, los juegos de mesa, los proyectos sencillos en el patio de casa, la escucha de historias de los abuelos, las complicidades para agasajar y sorprender a mamá o papá, y todo aquello que deja un sabor a recuerdo compartido, a deber cumplido, tanto para grandes como para chicos.
Será bueno para todos.
-> Alberto Mora