San Isidro, Buenos Aires | |

 

 

 

 

 

 

     
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La Universidad Dr. Plácido Marín presentó una cátedra abierta dedicada al Dr. Adrián Beccar Varela
   
El 17 de Mayo la Universidad de San Isidro "Dr. Plácido Marín" [Del Libertador 17.115, Beccar] presentó la "Cátedra extracurricular de estudios sociales y culturales Dr. Adrián Beccar Varela", un espacio dedicado a rescatar, preservar, interpretar y promover el patrimonio material e inmaterial de San Isidro.

Fue el 17 de Mayo de 1929, cuando Adrián Beccar Varela participó en Barcelona de su última actividad pública: convenció a Jules Rimet y al resto de la FIFA de que el primer Campeonato Mundial de Fútbol se realizara en Uruguay.

Respondiendo a la invitación del rector de la Universidad de San Isidro, el abogado, historiador y escritor Oscar De Masi reflexionó sobre el acontecimiento y la figura de Beccar Varela:

"Su palabra mesurada pero categóricamente convencida, hizo revivir en los presentes el dramatismo de la final de las Olimpíadas de Ámsterdam, un año antes, cuando la Argentina se enfrentó al Uruguay en un encuentro que la prensa etiquetó como «el match del siglo». Al finalizar su discurso, obtuvo el voto favorable del Congreso, con el apoyo de Italia y de España. Aquella memorable asamblea deportiva fue su último acto público. De regreso a Madrid, una súbita enfermedad acabó con su vida en pocos días", reflexionó el abogado e historiador Oscar De Masi.

Adrián Beccar Varela fue uno de aquellos líderes sociales de comienzos del siglo XX para quienes la utopía era posible, en el contexto de esa Argentina que debía su ingente riqueza, todavía, a los ganados y las mieses, pero que debía distribuirla, ahora, en favor del conjunto social, comenzando por la mejora del habitar urbano.

Aquel San Isidro, patriarcal aún y de perfiles veraniegos, encontró en él, al visionario, al intérprete y al promotor de una modernidad fermentada en su pensamiento desde tiempo atrás, y que persistirá en iniciativas posteriores a su intendencia. Era el momento histórico para traducir en infraestructura, en equipamiento y en servicios, las demandas de una nueva escala comunitaria y de una nueva identidad, ya urbana, aunque puesta previsiblemente en tensión por los reflejos refractarios al cambio.

En un primer nivel de análisis retrospectivo, podemos afirmar que Adrián Beccar Varela «pensó» a San Isidro en términos de un planeamiento urbano que reflejaba, inevitablemente, los indicadores buscados y logrados por la Capital: sanidad e higiene públicas, abasto, pavimentación y transporte, estética edilicia, ordenamiento fiscal, radicación de industrias, cultura, recreación y deportes, ornato, equipamiento, forestación e iluminación del espacio público, dispositivos monumentales y conmemorativos…Su visión abarcó todos estos rubros de una agenda municipal á la páge, que suenan tan modernos, y, de hecho, lo son.

Un segundo nivel de análisis revela que la mirada política de Adrián Beccar Varela no agotaba su horizonte en las mejoras materiales ni en las agendas tecnocráticas ni en la mera estadística que satisface una memoria de gestión. Para él, la comunidad de vecinos era comunidad de familias arraigadas en un territorio concreto, unidas en ese continuum que atraviesa el tiempo y que atesora la memoria, bajo la forma de relatos y saberes, de costumbres y de prácticas, de mitos y de ritos: ¿cómo pensar a la comunidad despojada de identidad? ¿cómo dar el salto hacia el futuro sin el trampolín de la historia? ¿cómo recorrer el sendero sin pisar las huellas de los “padres fundadores”? Por eso, se propuso también resignificar desde el imaginario histórico, a aquel San Isidro que sentía tan suyo, pero en el relato mayor del pasado argentino. Y a través de sus ensayos históricos y de sus propuestas monumentales, consiguió ambas cosas. La comunidad de los vivientes se solidarizaba, así, en perfecta circularidad de sentidos, con el legado de los ancestros, ilustres o modestos, célebres o anónimos. No en vano, una de sus iniciativas más perentorias fue la renovación del pórtico del Cementerio Central, en clave monumental. Allí estaba, intramuros de la ciudad de los muertos, el anclaje colectivo en un pasado irrenunciable y con un mandato de ejemplaridades solariegas y raigales. El discurso que pronunció en aquella ceremonia inaugural hace explícita esta semántica de continuidades identitarias.

Su intendencia fue breve pero llamativamente creativa y fecunda. Prueba del alineamiento de todo el conjunto de los operadores municipales y del consenso vecinal que debió acompañarlo y, a la vez, de su capacidad para «ver» por anticipado un futuro que debía instalarse sin excusa en San Isidro, y que en nada se contradecía con ese «tradicionalismo» tan arraigado en su pueblo natal. Extendió su acción, más allá de San Isidro, también a la Mar del Plata de la Belle Époque y a la Capital, en roles diferentes, pero en momentos de transición a una modernidad irrefrenable.

Más de un siglo después de su gestión como intendente, y casi un siglo después de sus actuaciones marplatense y porteña, el paradigma de planificar ciudades en términos de «calidad» (ciudades inteligentes, bellas, higiénicas, ambientales, conectadas, productivas, inclU.S.I.vas e integradoras), bien puede reconocer en él a un pionero.

Pero, más aún, la utopía de construir comunidad (esa deuda pendiente de los argentinos) no podría prescindir, en su inventario y en su búsqueda de modelos iluminadores, de la figura de Adrián Beccar Varela

Su maduración profesional fue el fruto de una progresiva y rigurosa experiencia, y el reflejo de la gravitas con que encaró el estudio y la resolución de las cuestiones sometidas a su intervención. No fue improvisado ni fue frívolo, y su ética fue irreprochable. Tres notas que bastan para calificarlo como dirigente político, social y hasta deportivo.

Adrián Beccar Varela vivió en una Argentina de intensas transiciones políticas, económicas y sociales: del «mitrismo» al «roquismo», del «régimen» a la «causa», del «personalísmo» yrigoyenista al «alvearismo»; del menoscabo al inmigrante, a su definitiva integración ciudadana; de la ausencia de legislación social, a la instalación de la cuestión obrera en la agenda parlamentaria; del modelo de país pastoril, a una incipiente industrialización; del suburbio aldeano y patriarcal, al suburbio moderno y urbano. A modo de metáfora, conoció, en el lapso de su existencia, la iluminación a velas, a kerosene, a gas y a electricidad…

Todas estas transiciones ocurrieron en el arco de sus cuarenta y nueve años de vida. Fue testigo de las tensiones y los conflictos inherentes a estos procesos de cambio social. Y fue, también, gestor, en la medida de sus incumbencias profesionales y de sus inquietudes vecinales, de los ajustes que estos procesos imponían en las diferentes escalas territoriales: en la Capital del país, en la villa veraniega marplatensey en San Isidro.

Nació y creció en un ambiente plagado de «doctores» en derecho vinculados con los círculos de poder, que frecuentaron la función pública y en ella consolidaron su prestigio: su padre, su suegro, su hermano Horacio, muchos de sus amigos. Su desempeño profesional fue casi un mandato que lo orientó fuertemente al derecho administrativo municipal y al derecho electoral, dos segmentos del universo jurídico público tan sensibles a la construcción de ciudadanía. No fue poeta ni fue literato, porque su foco se centraba en los temas concretos de la vida comunitaria y de la crónica histórica, antes que en la vibración lírica o en la imaginación de ficciones narrativas. Sin perjuicio de ello, supo transformar la memoria de ciertos hitos referenciales de su pueblo. en «relatos» dotados de un sentido identitario que excedía los confines del Pago de la Costa. Así, la chacra de Pueyrredon y su añoso algarrobo, concebidos como escenario de la germinación del plan continental sanmartiniano, ingresaron al imaginario colectivo por obra de su pluma. A partir de su relato, aquel sitio sanisidrense revestido de aristocracia lugareña, se volvió un «semióforo» para todos los argentinos.

Con un sorprendente despliegue de dinamismo ejecutivo, actuó en forma simultánea en organismos públicos estatales, en la profesión liberal como abogado y también en instituciones de interés social, tales como comisiones especiales y asociaciones civiles.

Fue un temprano y lúcido dirigente deportivo argentino, que advirtió, especialmente en el fútbol, un potencial de cohesión, salud y disciplina social. Para Beccar Varela, el deporte no era un mero pasatiempo, sino un componente de la agenda social en un país necesitado de integración. Su actuación, en los albores de la institucionalización de este deporte, permitió superar el ciclo del llamado «cisma» futbolístico de las ligas, en nuestro país. Trajo a la Capital el fútbol del interior y viceversa. Y llevó el fútbol argentino fuera de nuestras fronteras, con la alta divisa de la moral deportiva y la calidad del juego.

Su aporte a la consolidación de una comunidad futbolística sudamericana es uno de sus méritos, coronado con la obtención del acuerdo para que Uruguay fuera la sede del primer campeonato mundial de fútbol. Al defender aquella postulación que hoy recordamos, Beccar Varela desplegó no sólo argumentos deportivos (que Uruguay había triunfado ya dos veces en los Juegos Olímpicos y que el fútbol sudamericano exhibía un desarrollo ostensible), sino, a la vez, razones de memoria histórica: en 1930 iba a cumplirse el Centenario de la jura de la Constitución uruguaya. Nuevamente, la narrativa de Adrián Beccar Varela aunaba presente y pasado, y ponía en balance lo tangible y lo intangible, como suma de valores identitarios, en este caso, llevando la idea de comunidad a la escala de lo que hoy llamaríamos el MERCOSUR. Ello explica por qué una calle lateral al estadio «Centenario» de Montevideo se bautizó, en 1930, con el nombre de Adrián Beccar Varela.

La Iglesia Católica lo contó entre sus adherentes, tanto en la faz devocional, como en las vertientes sociales que, a partir de la encíclica Rerum Novarum, se desplegaron en los países católicos y que, en el caso de la Argentina, tuvo concreción en la prédica y en la acción de Monseñor De Andrea y en los programas de la Unión Popular Católica, entre otras instituciones. Participó, como profesor, en la temprana Universidad Católica establecida en Buenos Aires. Fue liberal y católico, a la manera de Frías o de Gallardo. Sus descendientes suelen mencionar que era uno de los pocos varones que concurría al templo de San Isidro llevando el misal en la mano. A diferencia de otros caballeros de su generación, no lo inhibían falsos pudores, a la hora de visibilizar sus creencias religiosas.

Siempre me he preguntado: ¿a qué otros logros lo hubiera conducido el destino, de haber vivido más largamente? No podríamos saberlo. Basten los cuarenta y nueve años que van de 1880 a 1929, para dar cuenta suficiente de quien fue y qué hizo Adrián Beccar Varela, un ciudadano que supo encarnar aquel timbre excelente que Max Weber atribuyó a la pléyade de servidores estatales, del Kaiser primero y de Weimar después: el honor de ser funcionario público. Un «honor» en singular que, lejos de infatuarse en los «honores” y privilegios que suelen decorar los cargos públicos, fue el motor y el nervio de un compromiso permanente con esa utopía-posible (maguer la aparente contradicción en los términos), que, a falta de mejor nombre, seguimos llamando la comunidad.

Al adherirme a la creación de la cátedra extracurricular bautizada con el nombre de Adrián Beccar Varela, ofrezco a la U.S.I. mi colaboración en el esfuerzo de investigar, socializar y debatir, desde este espacio académico, aquellos contenidos inherentes a la historia, a la cultura y al patrimonio identitario de esa comarca que antaño se llamó el Pago de la Costa, y que hoy integran las comunas de San Isidro, Vicente López, San Fernando y Tigre.

 
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